miércoles, 10 de mayo de 2017

Cuento: "A ninguna parte", de Josefina R. Aldecoa


A ninguna parte

Por la mañana solía estar triste. Al mediodía empezaba a animarse y alcanzaba la tarde casi gozoso. Un incendio de exaltación le quemaba los ojos al anochecer, cuando, vigilante y ansioso, esperaba que de las cosas irradiase algo mágico. Tenía diecisiete años. Se llama Eugenio. Vivía en una calle céntrica de un barrio suburbano.
Por la mañana bajaba a la tienda de su padre y le ayudaba a vender kilos de sal y de patatas; a sisar gramos de azúcar, centilitros de aceite. La urgencia de las mujeres repiqueteaba en el mostrador y sus protestas empañaban el cristal de la báscula.
—Señor Luis, no me dé esa porquería.
—Señor Luis, mañana le pagaré la cuenta de la semana.
—Señor Luis, no nos robe tan descaradamente, hombre. ¿Me quiere cobrar el tazón a precio de escabeche?
—Señor Luis...
Los chillidos de las mujeres entristecían la mañana de Eugenio, y la contemplación de la escuela, al otro lado de la calle, le producía desazón.
A las diez de la mañana salen los niños al recreo y llenan el patio de un revoloteo blanco de delantales y frío. Los niños se mueven ordenada, concienzudamente, entre los árboles raquíticos y deshojados del patio-jardín.
Eugenio contempla sus juegos a través de un círculo transparente que ha hecho borrando la niebla del cristal. Eugenio siente el frío en sus piernas, que le parecen de pronto desnudas, despojadas de los pantalones largos, al aire del patio como las de los niños que juegan. Diciembre y enero eran lo peor, recuerda. En los recreos de diciembre y enero, Daniel se las arreglaba para quedarse castigado y solo en la clase.
—Eugenio, alcánzame ese bote.
—Eugenio, no te quedes pasmado, que es para hoy.
—Eugenio, dale a ésta chocolate de La Ermita.
Cuando los niños abandonan la escuela, en torno a los árboles blanqueados de hielo hay pieles de naranja.
—Anda ya, echa el cierre, que vamos a comer.
Eugenio entra en la tarde con el paso de la libertad. Cuelga tras de la puerta de la cocina el guardapolvo gris; saca del armario de luna de los padres un traje. Al salir dice adiós a la madre y a la hermana, que se disponen a bajar a la tienda. Saluda con la mano al padre, que asoma medio cuerpo rígido por encima del mostrador.
Eugenio monta en el tranvía y sube a la ciudad.
La tarde iba creciendo entre Daniel y él, iba resbalando por el pupitre de la academia, se iba gastando en palabras oídas a los profesores, en palabras pronunciadas para los profesores. La última era la lección de inglés —tinta, tintero, zapato, zapatero —, y siempre salían hablando de ella.
—Te digo que el inglés es imprescindible. Que sin inglés no vas hoy a ninguna parte —afirmaba Daniel.
Y Eugenio cabeceaba asintiendo.
Los luminosos de los grandes comercios inauguraban la noche. Los coches se multiplicaban. Las gentes apresuraban el paso y Eugenio y Daniel frenaban el suyo, le imprimían ritmo de paseo. Eugenio tenía una sensación de final de viaje, de arribada feliz a una meta firme.
—...no vas a ninguna parte —repetía Daniel.
En las agencias de viajes, aviones milagrosamente sostenidos surcaban el ciclo de los escaparate. Eugenio se detenía ante ellos y elaboraba rutas exóticas por los mapas de los continentes. Daniel miraba al suelo. Daniel desdeñaba el vuelo fingido y esgrimía cazurramente su argumento cotidiano:
—Sin el inglés, imposible... No te sale nada, ni vales nada.
El estribillo se introducía en el sueño de Eugenio, anidaba en él. Se apartaba con esfuerzo del escaparate.
—Tienes razón —decía—. El inglés es muy importante. Para conseguir trabajos, para viajar...
Los aviones plateados giraban como el mundo; seguían en el espacio las huellas nocturnas del mundo.
El anuncio le pertenecía. Era una llamada especialmente redactada para él, que no podía compartir con nadie, ni siquiera con Daniel. El anuncio tenía rasgos familiares y Eugenio tuvo la seguridad de que podría leerse en alguna de las rayas de su mano. Era un anuncio simple de los que a diario redacta el Destino:
«Necesítase persona iniciada lengua inglesas.»
Eugenio se reconoció. Los vocabularios de veintisiete lecciones le vinieron ordenadamente a la cabeza. Tinta, tintero, zapato, zapatero.
«Trabajo fácil, bien remunerado.»
«El comienzo del viaje —pensó Eugenio—-. El comienzo de todo lo que deseo y necesito.»
«Informarán de tres a cuatro de la tarde.»
A las tres de la tarde, la calle vivía una tregua de silencio y vacío. Eugenio caminaba despacio bajo el sol picante de abril. Se detuvo ante el escaparate de una mantequería cerrada. La contemplación del queso gigante, las flores, el papel de celofán de las bolsitas de arroz, le hizo despreciar la imagen de su propia tienda, pequeña y sucia, mal iluminada, oliendo siempre a boquerones en vinagre y a especias arranciadas.
«… de tres a cuatro de la tarde, en el hotel...»
Al final de la calle estaba el hotel. Una gran puerta y una fila de coches aparcados ante ella.
«...apartamento seis...».
Sin saber cómo, se sintió sumergido a un tiempo en el terciopelo del diván y en la cálida ola de palabras extrañas. La mujer le miraba, reclamaba seguramente su respuesta. Eugenio escuchaba a la mujer, y la ola de su charla le golpeaba, le abatía, le ahogaba, inmovilizándole en el blando asiento. Cuando entró el hombre y habló en español, Eugenio sintió que las olas se retiraban.
—Una persona joven como usted nos parece muy bien. Usted sabe un poco de inglés, ¿no es cierto?
Eugenio respiró hondamente. Vaciló antes de contestar:
—Sí.
—Es un trabajo fácil, bien pagado. Dos horas diarias cada tarde. Se trata de que usted vaya con el chófer hasta las afueras, acompañando en el coche a nuestro perro, y una vez allí, en el campo, se dedique a pasear un rato con él, jugar, hacerle correr..., ya sabe. En cuanto a los honorarios, si le parece bien, yo había pensado...
Había una chimenea encendida en el salón y Eugenio pensó que era absurdo mantener aquel fuego a las tres de una tarde de abril. Eugenio contempló un momento la chimenea y luego alzó la vista hacia el hombre.
—No; creo que no sabré, que no podré... Yo creí... Yo no entendí bien el anuncio...
Dijo, y el fuego de la chimenea le encendió el rostro.
Cuando salió del hotel, el sol sacaba brillo al asfalto desierto. Eugenio miró a la calle, que se abría esperando sus pasos.
Una calle silenciosa, deshabitada, hostil.
Eugenio miró a la calle y sintió miedo porque no sabía a dónde ir.

Autor:

Josefina R. Aldecoa nació en La Robla, León,1926, en una familia de maestras, su madre y su abuela, quienes defendían la ideología propia de la Institución Libre de Enseñanza. Lectora desde joven, entró pronto en contacto con el grupo literario de la revista Espadaña. Posteriormente, estudió Filosofía y Letras en Madrid, especializándose en Pedagogía con su tesis El arte del niño (1960). A la vez que estudiaba, empezó a relacionarse con el grupo de escritores que configurará la Generación del 50, entre cuyos miembros se encontraba Ignacio Aldecoa, quien se convertiría en su marido- toma su apellido cuando este fallece en 1969-. Así pues, sus dos grandes vocaciones son tanto la escritura como la docencia. Fundó en 1959 el colegio Estilo, inspirada tanto por las ideas del Instituto Libre de Enseñanza como por modelos que había visto en Estados Unidos e Inglaterra, con la intención de procurar una educación más abierta, moderna y laica. Su labor como escritora comenzó en 1961 con la colección de cuentos A ninguna parte, a la que pertenece y da nombre el cuento que analizaremos. También escribirá numerosas novelas, a partir de 1981, como Los niños de la guerra (1983) o Historia de una maestra (1990).

El cuento:

Este cuento nos narra dos días en la vida Eugenio, un joven de diecisiete años, de familia humilde, quien ayuda a su padre en su tienda de ultramarinos, a la vez que estudia por las tardes. Insatisfecho con su vida y en busca de un futuro mejor, soñando con aventuras y viajes, busca un trabajo. Así llega a sus manos un anuncio que parece escrito para él, cuyo único requisito son conocimientos de inglés. Sin embargo, sus ilusiones, acrecentadas por esta oportunidad, quedan frustradas al ser un trabajo como paseador de perros para una pareja rica, lo que suma a nuestro protagonista en un profundo desasosiego y extrañeza.

La estructura de este cuento presenta tres partes: introducción, nudo y desenlace. La introducción se delimita en los acontecimientos del primer día y sirve para presentar a nuestro personaje principal, Eugenio, así como el ambiente en el que se mueve y su deseo de mejora. El nudo se da cuando el protagonista revela la existencia del anuncio de trabajo, mostrando su optimismo, y el desenlace se da al quebrarse su esperanza de un futuro mejor.

El narrador está en tercera persona y es omnisciente, ya que conoce los sentimientos del protagonista. Por su parte, el tiempo que trascurre dentro del cuento es, aproximadamente, de dos días, ya que se hace referencias a dos tardes distintas. El espacio y el momento del día en el que se desarrolla la acción es importante, pues enmarcará los sentimientos y deseos del protagonista. En la tienda familiar, por la mañana, Eugenio se entristece y se muestra ausente, contemplando el que será el espacio dos, su antigua escuela. Los recuerdos de su niñez asociados a este espacio tan cercano, en la calle de en frente, son de desazón, especialmente los relacionados con los meses más fríos. Así pues, su pasado y su presente, simbolizados por estos espacios, no son nada satisfactorios para Eugenio, lo que queda remarcado al sentir libertad con la llegada de la tarde. Eugenio, entonces, viaja a la ciudad. Su academia tampoco parece tener una consideración positiva, ya que se asocia a “gastar la tarde en las palabras de los profesores”. Sin embargo, al llegar la noche y pasear por la ciudad, concretamente, frente a agencias de viajes, Eugenio es feliz y fantasea con viajes exóticos por los continentes. En la tarde en la que va entrevistarse, Eugenio se para frente a una mantequería, la cual compara con la tienda familiar, provocándole un sentimiento de desagrado e inferioridad, ya que parece de un nivel socio-económico superior. En el hotel, nuestro personaje se encuentra “sumergido” en un diván de terciopelo y observa extrañado que la chimenea está encendida, a pesar del calor propio del mes. Así pues, este espacio se presenta como lujoso, tanto por el material del diván, como por la presencia ostentosa de un fuego innecesario. Finalmente, el último espacio será “una calle silenciosa, deshabitada, hostil”, mostrando cómo se siente Eugenio ante el mundo, al darse cuenta de la imposibilidad de medrar, a pesar de sus esfuerzos académicos.

Eugenio se convierte en símbolo de una sociedad en la que los jóvenes intentan abrirse camino, pero se ven presas de la incertidumbre y la frustración. Así pues, se trata el tema de la imposibilidad de los jóvenes de clase media o baja de medrar, a pesar, o debido a, la educación supuestamente moderna que reciben, en la que el inglés se presenta como la clave para abrir las puertas a un futuro prometedor. Esta idea de que sin “inglés no vas a ninguna parte” se revela absurda frente a las exigencias de un mercado laboral que lo solicita innecesariamente. Así pues, se hace una crítica también a la educación, tema muy relevante en la figura de esta autora.

Bibliografía:

- Aldecoa, J., (1961), A ninguna parte, Palencia, España, Menoscuarto (2004)

- Quiñones, R. (1995). Días sin brillo, años de desesperanza. La narrativa de Josefina Aldecoa. Lectora: revista de dones i textualitat. Volumen 1, pág. 111-120, en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2226972

- Bravo Sánchez, L. (2011). Josefina Aldecoa o la vocación de enseñar y escribir. Revista Cálamo FASPE. Volumen 57, pág. 81-82, en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3673730

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