El mejor y más bonito modo de atrapar gorriones es el
de la
sábana emplomada cuando hay nieve, acercándose a la
bandada
silbando de distraídas. Si se quiere apedrear a un
gato desinflado de
hambre y pelón de tiña, lo importante es el sigilo,
llevando las
alpargatas colgando del cinturón. Para cazar una
mariposa es
necesario fingirse miope y poseer una boina grande,
sucia y
agujereada. Tratándose de un perro vagabundo, al que
hay que atar
una ristra de latas vacías a la cola, la técnica exige
guiñar un ojo y
caminar a la pata coja, como si se jugara. Las
lagartijas requieren el
cuerpo erguido, la mirada al frente y una delicada y
cimbreante varita
de fresno. Los grillos piden para que se les haga
prisioneros tino y
necesidades verecundas. Así y no de otro modo son las
ordenanzas.
"Chico de
Madrid" era un maestro zagalejo de moscas y Job
caracol, llevando consigo
un estercolero; a sus trece años sabía
mucho más de caza
suburbana que el más calificado cinegético. Se
había educado en las
orillas del Manzanares, aprendiéndolo todo por
experiencia. "Chico
de Madrid" era bisojo y autodidacto, sucio y
tristón, colillero
vicioso y rondador de cuarteles en busca del pre
sobrante; saltaba tapias
y trepaba a los árboles con agilidad, pero
nunca se salió de la ley.
Tenía algo de orgullo y bastante puntería, por
lo que pudo tener
pandilla o doctorarse en golfo o pertenecer a
cualquier sociedad de
pequeños ladrones. Mas nada de esto le
interesaba, porque poseía
un alma pura y aventurera. Proposiciones
tuvo de pecar del séptimo
y ciertos vividores de orilla le pronosticaron
una gran carrera, mas el
prefirió siempre la alegría de sus cotos y el
croar de las ranas
cuando, panza arriba, contemplaba las estrellas en
las noches de verano,
luminoso y santificado por las luciérnagas y
llevándole el sueño las
libélulas, el sueño y los picores de los piojos
que olvidaba.
"Chico de
Madrid" no se metía con nadie; vivía a temporadas
con su madre, viuda de un
barrendero, que se dedicaba a vender
caramelos y semillicas a
los niños más pobres de la ciudad; vivía, por
duelo y misterio, algunas
veces en cuevas de solares y otras en
garitos -cuando apretaba
el padre invierno- de perra gorda y
abundante compañía. Comía
lo dicho antes: sobrantes de rancho y
alguna fritanga de
extraordinario. Se empleaba de recadero con el
dueño de un tiovivo,
diminuto y solitario, colocado junto a un puesto
de melones -cuando había
melones-, que casi nunca funcionaba, y al
que traía arenques y vino
aguado para las comidas; chismes de un
lado y otro para las
sobremesas. Con los gorriones sacaba algunas
pesetas; con los grillos,
pan y tomate; con las lagartijas, harto solaz, y
con los perros sacó una
vez un mordiscote que le dio fiebre como si
estuviera rabiando, y que
le obligó a andar con tiento en adelante.
Casi era el único viajero
del tiovivo. Se reía con todas sus
fuerzas viajando en el
aeroplano de hojalata o en el cerdito desorejado
o en el rocinante,
desfallecido de antiguos galopes en las verbenas de
verdad. Porque aquella
verbena, su verbena, era una especie de asilo
de inválidos que las
corrieron buenas, pero que ya no estaban para
muchas. Al dueño, que se
llamaba Simón y tuvo barraca de monstruos
de la naturaleza cuando
joven, se le ocurrió repintar el tiovivo. Nunca
la gozó más "Chico
de Madrid"; se puso hecho un adefesio, y entre
ambos dejaron todo
pringoso y con expresivas huellas digitales. La
pintura se la había
comprado a un chapucero y era de tan mala calidad
que no se secaba; el
polvo se pegaba en todas partes, ennegreciendo
el conjunto, según ellos.
Para colmo, todos los niños que se montaron
con sus trajecitos
limpios, el domingo de aquella semana, salieron
verdaderamente
repugnantes, costándole a Simón muchas
reclamaciones de
indignados padres y llantos de niños de diversos
colores, que se retiraban
de su clientela. Simón cambió de barrio, pero
"Chico" no se
fue con él porque era, ante todo, libre, y porque las
orillas del Manzanares
tenían mucho que descubrir y que colonizar.
Llegó la temporada de las
ratas... Las ratas no son animales
repugnantes y tienen, por
otra parte, el morro gracioso y los bigotes
de carabinero de tiempo
de Mazzantini. Las ratas viven en una ciudad
al revés, que impulsa a despreciar
las pompas y vanidades humanas;
una ciudad donde hay
mucho sueño y donde ni ellas pueden dormir.
"Chico de
Madrid" mataba las ratas; las mataba por sport, como otros
matan pichones. Se
divertía con su tiragomas, paqueándolas sin prisa.
Conocía la mejor hora: la
del atardecer, cuando la tierra se pone
morena y hay violetas en
los tejados y el primer murciélago hace su
ronda de animalejo
complicado. Se sentaba solemne frente a las
cuevas, mirando fijamente
con la media risa de sus ojos, el arma
homicida sobre las
piernas y una canción como de cazadores por los
labios. Se decía a sí
mismo:
- Ya está. Asoma,
bonita.
Y la rata averiguaba con
su morrito saltimbanqui lo que había
en la tarde. Luego se
veía en silueta, aún indecisa, dando una carrerilla
hasta la trinchera del
río. Se encendía un farol lejano que enviaba una
triste luz de iglesia
pueblerina hasta la orilla. "Chico" empujaba una
piedrecilla con el pie.
La rata salía disparada y de pronto se le
quebraba la vida en un
aspaviento. Le había acertado. Después
bombardeaba el cadáver
con pedruscos. Solía hacer tres o cuatro
víctimas por sesión.
Las ranas también le
atraían. Mostraban su barriga búdica y
una como papada de bonzo
bien alimentado que le despertaban
escalofríos criminales.
Las atrapaba por el método del caracol y luego
les hacía el martirio
chino, cumpliendo un rito geográfico de grave
importancia cultural.
Acababa malvendiéndolas en algún figón y con
las monedas que le daban
se iba al cinematógrafo, que todavía era
mudo y se cortaba siempre
en lo más emocionante, porque la película
duraba varias sesiones,
en las que no había forma de apresar a Fu
Man-Chu, a pesar de que
el gallinero animaba constantemente a los
buenos, que, aparte de
buenos, eran algo cerrados de mollera.
"Chico de
Madrid" hizo un día amistad con un muchacho,
resabiado de la vida, que
hablaba como un loro, jugaba a las cartas
como un profesional y era
hijo de un oscuro anarquista que penaba en
San Miguel de los Reyes.
"Chico de Madrid" quedó deslumbrado y
aquel vaina desplazó de
su corazón a los héroes de las películas y de
los periódicos de
aventuras. Se hizo fanático de él y abandonó sus
cacerías y sus purezas
por seguir su pata coja hasta la misma Puerta
del Sol. Él le enseñó a
pedir con voz sollozante, acercándose mucho al
limosnero para
despertarle ascos:
- Señor, señor, una
limosna para este expósito, que paga culpa
de padres
desnaturalizados. Nacido en enero y abandonado en la
nieve.
Y después, recitado
velozmente:
- El blanco sudario fue
el regazo que acogió sus primeros
llantos de niño. Una
limosna para lo más necesario, y vaya usted con
Dios con la conciencia
tranquila por haber hecho una obra de caridad.
Nadie se tragaba el
cuento, pero todo el mundo les daba
alguna perrilla, porque
se los querían quitar de encima. El pregón de
sus miserias lo había
sacado aquella especie de paje de
espantapájaros de una
novelista sentimental y manoseada que un
amigote le había
prestado. "Chico" colaboró literariamente,
arreglándolo a las
circunstancias. Ganaban su dinero. En los repartos
el cojo se quedaba con la
mayor parte, porque para algo era el jefe.
Una tarde de toros en que
el sol quemaba de canto y la gente
tenía los ojos llenos de
picores de modorra, "Chico" y su jefe fueron a
piratear a las puertas de
la plaza. La gavilla de sus conocidos
haraganeaba por allá en
busca de corazones blandos o de estómagos
satisfechos que
necesitaban digestión sin molestias. Los guardias a
caballo estaban tristes
como estatuas.
Se hacía obligatoria la
tragedia en el ruedo. Los novilleros
porque había novillada-
debían estar desfigurados, borrosos de miedo.
Los novillos estarían
medio ahogados y quemados de las punzadas de
los tábanos. Tal vez los
picadores estuvieran aletargados con sus
caras de tortugas
gigantes, balanceando las cabezotas. Los
caballejos, como los de
su tiovivo, vacilantes y cansados. El
presidente, orondo,
fumándose un veguero, entre eructos
disimulados. La plaza,
frenética. Y la bandera, que él veía sobre el azul
del cielo, poniendo sus
crudos colores de estío africano, cortando,
inmóvil, las retinas de
los contempladores. Pasaban rostros
abotagados que con el
calor y la respiración parecían higos
reventones llenos de
dulzor. A ellos se acercaba "Chico" misereando:
- Señor, señor, una
limosna, por caridad, para este pobrecito,
que hace dos días que no
prueba bocado y vive en una choza con
siete hermanitos, sin
madre y con padre holgazán.
Había variado la retahíla
con astucia porque si se le ocurría
decirles a los señores
gordos que habían sido abandonados en la
nieve los iban a juzgar
los pobres más felices del mundo.
"Chico de Madrid"
oyó voces detrás de él y de pronto se
sintió cogido por el
cuello de la camisa. Un municipal lo tenía agarrado
con la mano izquierda,
mientras con la derecha casi arrastraba a su
compañero, que pataleaba
con fingido llanto. "Chico" intentaba
escaparse por ley
natural, por lo que recibió un terrible puntapié que
lo calambró y lo dejó
como cuando a una lagartija le cortan el rabo.
Comenzó a hipar y a dar
berridos, por lo que fue sacudido
violentamente y conminado a callarse. Otro
guardia municipal
parsimonioso y con
galones, se acercó a ver lo que pasaba. Ya tenían
grupo en torno y algunas
señoras, con impertinentes, aromosas y con
ganas de saberlo todo,
hociqueaban entre ellos con tristeza falsificada
y evidente repulsión. El
de los galones interrogaba al que le estaba
dando garrote vil con sus
manazas:
- ¿Y estos pájaros?
- El cojitranco este que se pringaba en un
reló -decía dándole
un empujón al jefe. Y
este otro -lo señalaba con gesto de cabeza- , que
había venido con él, que
yo los vi cuando llegaron y estaban haciendo
el paripé pidiendo.
- Pues a la trena, y los amansas si se
sienten gallos.
"Chico de
Madrid" no se sentía gallo; se sentía pájaro
humildísimo y asustado
gorrión. El guardia casi le ahogaba, pero se
mordió los labios
aguantándose porque, sin ninguna duda, había
llegado la hora de callar
y echarle pecho al asunto. De su jefe juraba
vengarse, porque no
estaba bien hacerle aquella jugada de silencio
cuando el guardia se
acercó a cogerle. Se derrumbó su héroe al
mismo tiempo que le
llegaba a la boca un sabor agrio de principios de
vómito, porque el guardia
le apretaba cada vez más. Tuvo una arcada.
El guardia se paró
soltándole del cuello y cogiéndole por la espaldera
de la camisa.
"Chico" notó que su salvación llegaba, dio una
arrancada y salió
corriendo. Oía confusamente las voces del guardia
pidiendo ayuda e incapaz
de perseguirle, so pena de perder al
prestidigitador
aficionado que danzaba como un ahorcado entre los
bandazos y los achuchones
de lo que quería ser carrera entre la
gente...
"Chico" se escurría con rapidez; pasó un tranvía y se colgó de
los topes. ¡Estaba
salvado!
Le sorprendió el
fresquillo acariciante de la madrugada
tumbado a las orillas de
su río, oyendo cantar a las ranas y dejando
que se fuera el
pensamiento por los incidentes de la tarde. No volvería
a la ciudad; su puesto no
estaba en la ciudad, sino en el límite de ella:
entre el campo grande de
las anchas llanadas y la apretura estratégica
de los primeros
edificios. En aquel terreno de nadie, suyo, con
gorriones vestidos de
saco y lagartijas pizpiretas, con perros
famélicos y sabios y
gatos alucinantes, con ratas y mariposas, con
grillos y ranas, con el hedor
de su río y el perfume lejano del tomillo
campesino. No, no
volvería a la ciudad y se dedicaría a pasarlo bien
por aquellos andurriales
hasta que lo llamaran a quintas. Se fue
quedando dormido en el
relente de la mañana; luego, el sol comenzó a
calentarle los pies y a
ascenderle por el cuerpo, despertándole con un
grato hormigueo.
"Chico de Madrid" se desperezó, se restregó los
ojos y marchó en busca
del desayuno silbando alegremente. Ahora sí
que estaba salvado de
verdad.
Habían pasado algunos
días. Su vida era tranquila y medieval:
comer, dormir, cazar. No
comía muy bien, ni dormía muy blandamente,
ni cazaba otra cosa que
animales inmundos, pero él estaba muy a sus
anchas. Aquella tarde
pensaba hacer una exploración por una
alcantarilla vieja y
abandonada, y ya se regodeaba soñando con lo que
en ella iba a encontrar.
Iba a encontrar ratas como caballos y puede
que de añadidura se
topase con algún esqueleto humano. Esto le
parecía difícil; pero si
lo encontrara, si lo encontrara, iba a ser rico,
tremendamente rico de
misterios. Sabía que cierta vez unos obreros,
en un solar cercano,
cuando trabajaban para levantar los cimientos de
una casa, al lado de una
antiquísima cloaca, hallaron varios
esqueletos que, según se
dijo, eran de los franceses, de cuando el 2
de mayo.
"Chico" soñaba desde entonces con esqueletos de
franceses, aunque no le
importaban mucho sus nacionalidades,
porque con que fueran
esqueletos como los que había visto tenía
bastante.
A las cuatro de la tarde,
armado de una estaca y con un
farolillo de carro, dio
comienzo a su exploración. Llevaba un riche por
si tenía hambre y una
vela y una caja de cerillas por si necesitaba
repuesto o se dilataba
demasiado cazando. Entró por el tunelillo
encorvado y un tufo ácido
le avispó la nariz. Se colocó un trapo a
modo de careta
preservadora y siguió avanzando impertérrito rumbo a
lo desconocido. El
farolillo le danzaba la sombra: una humedad grasa
le manchaba las manos
cuando las rozaba con las paredes; el garrote
le hacía caminar como un
extraño animal que tuviera allí mismo su
cubil. Estuvo andando
mucho tiempo, hasta que las espaldas se le
cansaron; entonces montó
su campamento, dejó el garrote y merendó
su riche. Pensó en
volver. La cloaca estaba vacía. No había esqueletos
y lo más gordo era que
tampoco había ratas. Se volvió.
"Chico de
Madrid" comenzó a sentir algunos trastornos
intestinales. La frente
le ardía. La última noche no pudo dormir de
desasosiego. Fue a casa
de su madre, a la que no veía desde la tarde
en que se le ocurrió
explorar la cloaca. La pobre mujer, después de
regañarle, lo lavó como
pudo; le hizo ponerse una camisa de su padre,
guardada con todo esmero
como recuerdo, y le invitó a tenderse en
jergón. Salió breves
momentos a la calle y luego regresó con un gran
vaso de leche.
"Chico" tampoco pudo dormir esta noche.
Pasaron dos días. Cuando
el médico llegó era ya demasiado
tarde. "Chico",
el buen "Chico", estaba en las últimas. La madre, fiel,
sentada a sus pies, sin
soltar una lágrima, se asombraba de lo que le
ocurría a su hijo. El
médico se limitó a decir: "Tifus; ya no hay
remedio". Y
"Chico de Madrid" murió porque no había remedio. Murió
a la misma hora en que
salen sus ratas a averiguar la tarde con los
morritos saltimbanquis,
cuando la tierra se pone morena y hay
violetas en los tejados y
el primer murciélago hace su ronda de
animalejo complicado y se
extiende como una gasa de tristeza por las
orillas del Manzanares.
"Chico de Madrid" murió a consecuencia de su
última cacería, en la que
si no pudo cazar ratas, como nunca falló,
cazó un tifus; el tifus
que lo llevó a los cazaderos eternos, donde es
difícil que entren los
que no sean como él, buenos; como él, pobres, y
como él, de alma
incorruptible.
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