martes, 2 de mayo de 2017

"Chico de Madrid", de Ignacio Aldecoa (1955).



 El mejor y más bonito modo de atrapar gorriones es el de la
sábana emplomada cuando hay nieve, acercándose a la bandada
silbando de distraídas. Si se quiere apedrear a un gato desinflado de
hambre y pelón de tiña, lo importante es el sigilo, llevando las
alpargatas colgando del cinturón. Para cazar una mariposa es
necesario fingirse miope y poseer una boina grande, sucia y
agujereada. Tratándose de un perro vagabundo, al que hay que atar
una ristra de latas vacías a la cola, la técnica exige guiñar un ojo y
caminar a la pata coja, como si se jugara. Las lagartijas requieren el
cuerpo erguido, la mirada al frente y una delicada y cimbreante varita
de fresno. Los grillos piden para que se les haga prisioneros tino y
necesidades verecundas. Así y no de otro modo son las ordenanzas.
    
"Chico de Madrid" era un maestro zagalejo de moscas y Job
caracol, llevando consigo un estercolero; a sus trece años sabía
mucho más de caza suburbana que el más calificado cinegético. Se
había educado en las orillas del Manzanares, aprendiéndolo todo por
experiencia. "Chico de Madrid" era bisojo y autodidacto, sucio y
tristón, colillero vicioso y rondador de cuarteles en busca del pre
sobrante; saltaba tapias y trepaba a los árboles con agilidad, pero
nunca se salió de la ley. Tenía algo de orgullo y bastante puntería, por
lo que pudo tener pandilla o doctorarse en golfo o pertenecer a
cualquier sociedad de pequeños ladrones. Mas nada de esto le
interesaba, porque poseía un alma pura y aventurera. Proposiciones
tuvo de pecar del séptimo y ciertos vividores de orilla le pronosticaron
una gran carrera, mas el prefirió siempre la alegría de sus cotos y el
croar de las ranas cuando, panza arriba, contemplaba las estrellas en
las noches de verano, luminoso y santificado por las luciérnagas y
llevándole el sueño las libélulas, el sueño y los picores de los piojos
que olvidaba.

"Chico de Madrid" no se metía con nadie; vivía a temporadas
con su madre, viuda de un barrendero, que se dedicaba a vender
caramelos y semillicas a los niños más pobres de la ciudad; vivía, por
duelo y misterio, algunas veces en cuevas de solares y otras en
garitos -cuando apretaba el padre invierno- de perra gorda y
abundante compañía. Comía lo dicho antes: sobrantes de rancho y
alguna fritanga de extraordinario. Se empleaba de recadero con el
dueño de un tiovivo, diminuto y solitario, colocado junto a un puesto
de melones -cuando había melones-, que casi nunca funcionaba, y al
que traía arenques y vino aguado para las comidas; chismes de un
lado y otro para las sobremesas. Con los gorriones sacaba algunas
pesetas; con los grillos, pan y tomate; con las lagartijas, harto solaz, y
con los perros sacó una vez un mordiscote que le dio fiebre como si
estuviera rabiando, y que le obligó a andar con tiento en adelante.

Casi era el único viajero del tiovivo. Se reía con todas sus
fuerzas viajando en el aeroplano de hojalata o en el cerdito desorejado
o en el rocinante, desfallecido de antiguos galopes en las verbenas de
verdad. Porque aquella verbena, su verbena, era una especie de asilo
de inválidos que las corrieron buenas, pero que ya no estaban para
muchas. Al dueño, que se llamaba Simón y tuvo barraca de monstruos

de la naturaleza cuando joven, se le ocurrió repintar el tiovivo. Nunca
la gozó más "Chico de Madrid"; se puso hecho un adefesio, y entre
ambos dejaron todo pringoso y con expresivas huellas digitales. La
pintura se la había comprado a un chapucero y era de tan mala calidad
que no se secaba; el polvo se pegaba en todas partes, ennegreciendo
el conjunto, según ellos. Para colmo, todos los niños que se montaron
con sus trajecitos limpios, el domingo de aquella semana, salieron
verdaderamente repugnantes, costándole a Simón muchas
reclamaciones de indignados padres y llantos de niños de diversos
colores, que se retiraban de su clientela. Simón cambió de barrio, pero
"Chico" no se fue con él porque era, ante todo, libre, y porque las
orillas del Manzanares tenían mucho que descubrir y que colonizar.
Llegó la temporada de las ratas... Las ratas no son animales
repugnantes y tienen, por otra parte, el morro gracioso y los bigotes
de carabinero de tiempo de Mazzantini. Las ratas viven en una ciudad
al revés, que impulsa a despreciar las pompas y vanidades humanas;
una ciudad donde hay mucho sueño y donde ni ellas pueden dormir.
"Chico de Madrid" mataba las ratas; las mataba por sport, como otros
matan pichones. Se divertía con su tiragomas, paqueándolas sin prisa.
Conocía la mejor hora: la del atardecer, cuando la tierra se pone
morena y hay violetas en los tejados y el primer murciélago hace su
ronda de animalejo complicado. Se sentaba solemne frente a las
cuevas, mirando fijamente con la media risa de sus ojos, el arma
homicida sobre las piernas y una canción como de cazadores por los
labios. Se decía a sí mismo:
- Ya está. Asoma, bonita. 
Y la rata averiguaba con su morrito saltimbanqui lo que había
en la tarde. Luego se veía en silueta, aún indecisa, dando una carrerilla
hasta la trinchera del río. Se encendía un farol lejano que enviaba una
triste luz de iglesia pueblerina hasta la orilla. "Chico" empujaba una
piedrecilla con el pie. La rata salía disparada y de pronto se le
quebraba la vida en un aspaviento. Le había acertado. Después
bombardeaba el cadáver con pedruscos. Solía hacer tres o cuatro
víctimas por sesión.
   
Las ranas también le atraían. Mostraban su barriga búdica y
una como papada de bonzo bien alimentado que le despertaban
escalofríos criminales. Las atrapaba por el método del caracol y luego
les hacía el martirio chino, cumpliendo un rito geográfico de grave
importancia cultural. Acababa malvendiéndolas en algún figón y con
las monedas que le daban se iba al cinematógrafo, que todavía era
mudo y se cortaba siempre en lo más emocionante, porque la película
duraba varias sesiones, en las que no había forma de apresar a Fu
Man-Chu, a pesar de que el gallinero animaba constantemente a los
buenos, que, aparte de buenos, eran algo cerrados de mollera.

"Chico de Madrid" hizo un día amistad con un muchacho,
resabiado de la vida, que hablaba como un loro, jugaba a las cartas
como un profesional y era hijo de un oscuro anarquista que penaba en
San Miguel de los Reyes. "Chico de Madrid" quedó deslumbrado y
aquel vaina desplazó de su corazón a los héroes de las películas y de

los periódicos de aventuras. Se hizo fanático de él y abandonó sus
cacerías y sus purezas por seguir su pata coja hasta la misma Puerta
del Sol. Él le enseñó a pedir con voz sollozante, acercándose mucho al
limosnero para despertarle ascos:
- Señor, señor, una limosna para este expósito, que paga culpa
de padres desnaturalizados. Nacido en enero y abandonado en la
nieve. 
Y después, recitado velozmente:
- El blanco sudario fue el regazo que acogió sus primeros
llantos de niño. Una limosna para lo más necesario, y vaya usted con
Dios con la conciencia tranquila por haber hecho una obra de caridad.
Nadie se tragaba el cuento, pero todo el mundo les daba
alguna perrilla, porque se los querían quitar de encima. El pregón de
sus miserias lo había sacado aquella especie de paje de
espantapájaros de una novelista sentimental y manoseada que un
amigote le había prestado. "Chico" colaboró literariamente,
arreglándolo a las circunstancias. Ganaban su dinero. En los repartos
el cojo se quedaba con la mayor parte, porque para algo era el jefe.

Una tarde de toros en que el sol quemaba de canto y la gente
tenía los ojos llenos de picores de modorra, "Chico" y su jefe fueron a
piratear a las puertas de la plaza. La gavilla de sus conocidos
haraganeaba por allá en busca de corazones blandos o de estómagos
satisfechos que necesitaban digestión sin molestias. Los guardias a
caballo estaban tristes como estatuas.
Se hacía obligatoria la tragedia en el ruedo. Los novilleros
porque había novillada- debían estar desfigurados, borrosos de miedo.
Los novillos estarían medio ahogados y quemados de las punzadas de
los tábanos. Tal vez los picadores estuvieran aletargados con sus
caras de tortugas gigantes, balanceando las cabezotas. Los
caballejos, como los de su tiovivo, vacilantes y cansados. El
presidente, orondo, fumándose un veguero, entre eructos
disimulados. La plaza, frenética. Y la bandera, que él veía sobre el azul
del cielo, poniendo sus crudos colores de estío africano, cortando,
inmóvil, las retinas de los contempladores. Pasaban rostros
abotagados que con el calor y la respiración parecían higos
reventones llenos de dulzor. A ellos se acercaba "Chico" misereando:
- Señor, señor, una limosna, por caridad, para este pobrecito,
que hace dos días que no prueba bocado y vive en una choza con
siete hermanitos, sin madre y con padre holgazán.

Había variado la retahíla con astucia porque si se le ocurría
decirles a los señores gordos que habían sido abandonados en la
nieve los iban a juzgar los pobres más felices del mundo.

"Chico de Madrid" oyó voces detrás de él y de pronto se
sintió cogido por el cuello de la camisa. Un municipal lo tenía agarrado
con la mano izquierda, mientras con la derecha casi arrastraba a su
compañero, que pataleaba con fingido llanto. "Chico" intentaba
escaparse por ley natural, por lo que recibió un terrible puntapié que
lo calambró y lo dejó como cuando a una lagartija le cortan el rabo.
Comenzó a hipar y a dar berridos, por lo que fue sacudido
 violentamente y conminado a callarse. Otro guardia municipal
parsimonioso y con galones, se acercó a ver lo que pasaba. Ya tenían
grupo en torno y algunas señoras, con impertinentes, aromosas y con
ganas de saberlo todo, hociqueaban entre ellos con tristeza falsificada
y evidente repulsión. El de los galones interrogaba al que le estaba
dando garrote vil con sus manazas:
   - ¿Y estos pájaros?
   - El cojitranco este que se pringaba en un reló -decía dándole
un empujón al jefe. Y este otro -lo señalaba con gesto de cabeza- , que
había venido con él, que yo los vi cuando llegaron y estaban haciendo
el paripé pidiendo.
    - Pues a la trena, y los amansas si se sienten gallos.

"Chico de Madrid" no se sentía gallo; se sentía pájaro
humildísimo y asustado gorrión. El guardia casi le ahogaba, pero se
mordió los labios aguantándose porque, sin ninguna duda, había
llegado la hora de callar y echarle pecho al asunto. De su jefe juraba
vengarse, porque no estaba bien hacerle aquella jugada de silencio
cuando el guardia se acercó a cogerle. Se derrumbó su héroe al
mismo tiempo que le llegaba a la boca un sabor agrio de principios de
vómito, porque el guardia le apretaba cada vez más. Tuvo una arcada.
El guardia se paró soltándole del cuello y cogiéndole por la espaldera
de la camisa. "Chico" notó que su salvación llegaba, dio una
arrancada y salió corriendo. Oía confusamente las voces del guardia
pidiendo ayuda e incapaz de perseguirle, so pena de perder al
prestidigitador aficionado que danzaba como un ahorcado entre los
bandazos y los achuchones de lo que quería ser carrera entre la
gente... "Chico" se escurría con rapidez; pasó un tranvía y se colgó de
los topes. ¡Estaba salvado!

Le sorprendió el fresquillo acariciante de la madrugada
tumbado a las orillas de su río, oyendo cantar a las ranas y dejando
que se fuera el pensamiento por los incidentes de la tarde. No volvería
a la ciudad; su puesto no estaba en la ciudad, sino en el límite de ella:
entre el campo grande de las anchas llanadas y la apretura estratégica
de los primeros edificios. En aquel terreno de nadie, suyo, con
gorriones vestidos de saco y lagartijas pizpiretas, con perros
famélicos y sabios y gatos alucinantes, con ratas y mariposas, con
grillos y ranas, con el hedor de su río y el perfume lejano del tomillo
campesino. No, no volvería a la ciudad y se dedicaría a pasarlo bien
por aquellos andurriales hasta que lo llamaran a quintas. Se fue
quedando dormido en el relente de la mañana; luego, el sol comenzó a
calentarle los pies y a ascenderle por el cuerpo, despertándole con un
grato hormigueo. "Chico de Madrid" se desperezó, se restregó los
ojos y marchó en busca del desayuno silbando alegremente. Ahora sí
que estaba salvado de verdad.

Habían pasado algunos días. Su vida era tranquila y medieval:
comer, dormir, cazar. No comía muy bien, ni dormía muy blandamente,
ni cazaba otra cosa que animales inmundos, pero él estaba muy a sus
anchas. Aquella tarde pensaba hacer una exploración por una

alcantarilla vieja y abandonada, y ya se regodeaba soñando con lo que
en ella iba a encontrar. Iba a encontrar ratas como caballos y puede
que de añadidura se topase con algún esqueleto humano. Esto le
parecía difícil; pero si lo encontrara, si lo encontrara, iba a ser rico,
tremendamente rico de misterios. Sabía que cierta vez unos obreros,
en un solar cercano, cuando trabajaban para levantar los cimientos de
una casa, al lado de una antiquísima cloaca, hallaron varios
esqueletos que, según se dijo, eran de los franceses, de cuando el 2
de mayo. "Chico" soñaba desde entonces con esqueletos de
franceses, aunque no le importaban mucho sus nacionalidades,
porque con que fueran esqueletos como los que había visto tenía
bastante.

A las cuatro de la tarde, armado de una estaca y con un
farolillo de carro, dio comienzo a su exploración. Llevaba un riche por
si tenía hambre y una vela y una caja de cerillas por si necesitaba
repuesto o se dilataba demasiado cazando. Entró por el tunelillo
encorvado y un tufo ácido le avispó la nariz. Se colocó un trapo a
modo de careta preservadora y siguió avanzando impertérrito rumbo a
lo desconocido. El farolillo le danzaba la sombra: una humedad grasa
le manchaba las manos cuando las rozaba con las paredes; el garrote
le hacía caminar como un extraño animal que tuviera allí mismo su
cubil. Estuvo andando mucho tiempo, hasta que las espaldas se le
cansaron; entonces montó su campamento, dejó el garrote y merendó
su riche. Pensó en volver. La cloaca estaba vacía. No había esqueletos
y lo más gordo era que tampoco había ratas. Se volvió.
"Chico de Madrid" comenzó a sentir algunos trastornos
intestinales. La frente le ardía. La última noche no pudo dormir de
desasosiego. Fue a casa de su madre, a la que no veía desde la tarde
en que se le ocurrió explorar la cloaca. La pobre mujer, después de
regañarle, lo lavó como pudo; le hizo ponerse una camisa de su padre,
guardada con todo esmero como recuerdo, y le invitó a tenderse en
jergón. Salió breves momentos a la calle y luego regresó con un gran
vaso de leche. "Chico" tampoco pudo dormir esta noche. 
   
Pasaron dos días. Cuando el médico llegó era ya demasiado
tarde. "Chico", el buen "Chico", estaba en las últimas. La madre, fiel,
sentada a sus pies, sin soltar una lágrima, se asombraba de lo que le
ocurría a su hijo. El médico se limitó a decir: "Tifus; ya no hay
remedio". Y "Chico de Madrid" murió porque no había remedio. Murió
a la misma hora en que salen sus ratas a averiguar la tarde con los
morritos saltimbanquis, cuando la tierra se pone morena y hay
violetas en los tejados y el primer murciélago hace su ronda de
animalejo complicado y se extiende como una gasa de tristeza por las
orillas del Manzanares. "Chico de Madrid" murió a consecuencia de su
última cacería, en la que si no pudo cazar ratas, como nunca falló,
cazó un tifus; el tifus que lo llevó a los cazaderos eternos, donde es
difícil que entren los que no sean como él, buenos; como él, pobres, y
como él, de alma incorruptible.

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