“Es decisivo para el hombre la forma en que
experimenta el fracaso: el permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo
fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y tenerlo presente como límite
constante de la propia existencia, o bien el aceptarlo honradamente en silencio
ante lo indescifrable. La forma en que experimenta su fracaso es lo que
determina en qué acabará el hombre”.
Karl Jaspers, filósofo y psiquiatra alemán
En
un socialmente agitado y convulso 1968, Jaime Gil de Biedma decide prematuramente
su muerte como personaje poético, tras refugiarse fallidamente en la reflexión
individual y en la agonía de una juventud ya “difunta”. De profunda madurez, es
un poemario de tono desengañado que pone fin a un último proceso de
autodestrucción de alguien cuya fe poética se ha disuelto, alejado ya del
fervor y vitalismo juveniles, así como de las experiencias promiscuas, pero
que, pese a la crisis existencial, consigue aceptar que “la vida iba en serio”,
consciente de que “la verdad desagradable asoma”, como dice en No volveré a ser joven. A pesar de
contar con tan solo 39 años, vemos a un autor conmocionado cuyo verso ya no
alberga una esperanza de progreso tanto
a nivel personal como social, pero que a veces consigue arañar sonrisas
mediante el recuerdo del goce pasado y de la vida que aún le queda por
experimentar.
Es
un libro de extraordinaria lucidez y brevedad (apenas supera las treinta
páginas) y tiene una precisión poética muy lograda a través de versos muy
sencillos, capaces algunos de ellos de reflejar totalmente el estado emocional
de su autor. Ejemplos de ello son el verso inicial “No es el mío este tiempo” y
final “De la vida me acuerdo, pero dónde está” del poema De senectute, así como los mismos del ya visto No volveré a ser joven “Que la vida iba en serio” y “Envejecer,
morir, es el único argumento de la obra.”
Como
se puede apreciar por su contundencia en los versos expuestos, la obra no
precisa de presentación ni de comentario alguno. Ella misma habla por sí sola,
luchando desesperadamente contra el olvido. Supone el harakiri lírico de una
identidad poética decrépita ahogada en la nostalgia de lo que fue.
En
definitiva, es un testimonio del fracaso poético que le condenó a un silencio del
que ya no saldría nunca más, pero que aceptó con dignidad y, como se dice en el
testo de Jaspers, “como limite constante de la experiencia”.
Ahora
es vuestro turno. He aquí tres muestras de la magia de este cadáver poético
que, valga la contradicción, está más vivo que nunca. El primer poema es un es
un triste y último estertor de un personaje muerto en vida, muy similar al
segundo, en el que percibimos el designio del poeta en su ocaso. Por último, el
poema restante, visto ya en clase y quizás el más reconocido del poemario, es
una clara verificación del ya citado suicidio poético del autor, sumido en una
grave crisis personal de la que nunca se recuperaría.
De
senectute
No es el mío este tiempo.
Y aunque tan mío sea ese latir de
pájaros
afuera en el jardín,
su profusión en hojas pequeñas,
removiéndome
igual que intimaciones,
no
dice ya lo mismo.
Me despierto como quien oye una
respiración
obscena. Es que amanece.
Amanece otro día en que no estaré
invitado
ni a un solo momento feliz. Ni a
un arrepentimiento
que, por no ser antiguo,
invite de verdad a arrepentirse
con algún resto de sinceridad.
Ya nada temo más que mis
cuidados.
De la vida me acuerdo, pero dónde
está.
(Las personas del verbo, Seix Barral, pág. 168)
De
vita beata
En
un viejo país ineficiente,
algo
así como España entre dos guerras civiles,
en
un pueblo junto al mar,
poseer
una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no
sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y
vivir como un noble arruinado
entre
las ruinas de mi inteligencia.
(Las personas del
verbo, Seix Barral, pág. 172)
Contra
Jaime Gil de BiedmaDe qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación -y ya es decir-,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?
Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.
Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
-seguro de gustar- es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.
Si no fueses tan puta!
Y si yo no supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco...
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.
A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!
(Las
personas del verbo, Seix Barral, pág. 146-7)
Bibliografía:
-Gil de biedma, J. (1990). Las personas del verbo. Barcelona,
Seix-Barral.
Webgrafía:
-https://it.wikiquote.org/wiki/Karl_Jaspers
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